miércoles, 9 de mayo de 2012

La brujería vasca en el siglo XVI. Parte I

En 1466 la provincia de Guipúzcoa dirigió una representación a Enrique IV de Castilla en la exponía los muchos daños que causaban en ella las brujas, cuya destrucción consideraba imprescindible. Se decía también que los alcaldes ordinarios no sabían muy bien lo que hacer con ellas porque en las ordenanzas de la Hermandad no se hacía ninguna referencia a este caso. En consecuencia, la provincia solicitaba al rey que se diera facultad a los alcaldes para sentenciar y ejecutar en casos de Brujería, sin derecho a apelación. Enrique IV accedió a esto por real cédula fechada en Valladolid el 15 de agosto del mismo año.
He aquí que en un momento en el que el País Vasco estaba sometido al régimen de bandos, aparece la Brujería considerada como una plaga social. Y treinta y cuatro años después, hacia 1500, ya había una causa formada contra las brujas de la sierra de Amboto en Vizcaya, lugar que albergaba una especie de divinidad, la Dama de Amboto (Mari o Maddi es el numen  principal de la mitología vasca precristiana.
Es una divinidad de carácter femenino que habita en todas las cumbres de las montañas vascas, recibiendo un nombre por cada montaña. La más importante de sus moradas es la cueva de la cara este del Amboto, a la que se conoce como «Cueva de Mari»).
Las brujas de Amboto aparecen ya con los caracteres de adoradoras de Satán. La brujería vasca aparece ligada a una peculiar situación social del país y adheridas a una tradición de paganismo, que hacía decir a varias personas del siglo XV que los vascos, tan católicos hoy, eran gentiles (paganos).
Mientras en Navarra el canónigo Martín de Arles componía un trabajo sobre las supersticiones en el que habla de las brujas como personas muy vulgares, admite la realidad de sus maleficios, daños a hombres y cosechas, etc., pero niega que puedan volar. Se publicó en 1517 y diez años la historia de la brujería en Navarra entra en una fase distinta. En 1527 se presentaron ante los oidores del consejo de Pamplona dos niñas, de  nueve y once años, que prometieron decir cosas extraordinarias si les perdonaban los delitos cometidos. Los oidores las perdonaron y las niñas relataron que eran brujas y que eran capaces de identificar a otras sólo con mirarle el ojo izquierdo.
Los oidores decidieron hacer justicia. Se nombró a uno de ellos que, en compañía de las niñas y cincuenta soldados, recorrieron los pueblos. Identificaron así a ciento cincuenta brujas y brujos.
 Otras fuentes señalan que el encargado de estas averiguaciones fue un inquisidor llamado Avellaneda que afirmaba que el país estaba infectado de brujas, y que relata algunas de las costumbres de éstas: “Las brujas y brujos reniegan de Dios y de su ley, de la Virgen y de los santos, por los ofrecimientos de riquezas que les hace Satanás, que aparece en forma de macho cabrío, “akerra” en vasco, con el que se entregan a orgías; estos aquelarres suceden en la noche del viernes, por razones muy vinculadas a las creencias cristianas: en memoria de haber sido en viernes la crucifixión.
La insistencia de Avellaneda en la denuncia de tantos implicados puede deberse a motivos políticos, ya que se producen en el momento de la anexión de la monarquía navarra a la corona de Carlos I, ya que los acusados fueron en su mayoría pertenecientes al bando de los antiguos reyes de Navarra.

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